Local

Poder y deseo: volaron muy cerca del sol; paraíso inalcanzable

La historia de México está plagada de personajes que intentaron subir muy alto y vieron en su horizonte la silla presidencial, pero no lograron aterrizar en ella

En la mitología griega, el ingenioso arquitecto Dédalo idea una escapatoria de la isla de Creta para él y su hijo, Ícaro. Como el rey Minos controlaba la salida por mar, volar era la única alternativa. Entonces Dédalo instruye a su vástago a reunir plumas, que él va entretejiendo con hilo y pegando con cera hasta confeccionar un par de juegos de alas. Terminado el invento, Dédalo enseña a Ícaro a volar, pero le advierte que no suba muy alto porque el sol puede derretir la cera. Ambos emprenden el viaje, pero Ícaro, preso de la emoción, se eleva y las plumas comienzan a despegarse hasta que el muchacho cae y se pierde entre las olas.

La historia política de México está sembrada de personas que, como Ícaro, creyeron que podrían llegar muy alto, subir muy rápido y hacerlo fácilmente; desoyendo el consejo de otros y el instinto propio, conocieron un final trágico. Éste es el relato de quienes vieron en su horizonte la silla presidencial, la creyeron suya —al punto de convencer a muchos otros, incluso al país completo, que ese era irremediablemente su destino—, pero no tuvieron la capacidad de aterrizar en ella.

México pudo tener por presidentes a hombres como Francisco Serrano, Francisco J. Múgica, Maximino Ávila Camacho, Fernando Casas Alemán, Gilberto Flores Muñoz, Emilio Martínez Manautou, Mario Moya Palencia, Javier García Paniagua, Manuel Bartlett Díaz, Manuel Camacho Solís y otros que se deslumbraron con el espejismo de la Presidencia y avanzaron confiados hacia este, pero, al final, el sueño se les deshizo en las manos.

Todos subestimaron a sus rivales e hicieron caso omiso de los peligros, algunos hasta mortales, que los acechaban en el camino hacia el poder. Como Ícaro, la caída estrepitosa fue el saldo del exceso de seguridad en sus propias decisiones; de pensar que tenían la mano ganadora del juego y nadie les podría arrebatar el triunfo, de saberse arropados por la inevitabilidad, esa traicionera de los incautos.

¿Cuánto ha jugado la opinión pública en esos desaguisados? Probablemente mucho. Porque es su tierra en la que se fertiliza la ilusión. Es ella la que crea la sensación de que todo está decidido. Es la sirena que canta en el oído del supuesto favorecido y lo hace ciego a las acechanzas. La que lo emborracha con el zumo de la alabanza. La que lo pasea en hombros y lo marea… y luego lo precipita al suelo. La que, en esa mala hora, lo maldice, lo llama ingenuo, lo fustiga por haber creído en el sueño, lo latiguea con desprecio en la plaza pública, lo mastica y escupe.

Esta es la historia de algunos de esos hombres que se imaginaron con la banda presidencial ceñida al pecho y vieron cómo se les diluyó la fantasía.

Francisco Rufino Serrano Barbeytia nació en Santa Ana, Sinaloa, en el actual municipio de Choix, el 16 de agosto de 1889. Cuando tenía cinco años edad, se trasladó con sus padres a Huatabampo, Sonora, donde estudió la primaria. A los 18 años de edad se mudó a Álamos, cuna del periodismo sonorense. Allí colaboró con el diario Criterio Libre, escribiendo artículos críticos del gobernador de Sinaloa, Francisco Cañedo, quien se mantuvo 32 años en el poder, apoyado por el presidente Porfirio Díaz.

Tras un breve paso por el gobierno de Sonora, como secretario particular del gobernador maderista José María Maytorena, Serrano se adhirió al obregonismo, participando en las campañas contra las fuerzas federales, huertistas, villistas y zapatistas. Tras del triunfo del Ejército Constitucionalista, fue oficial mayor de la Secretaría de Guerra y Marina, siempre bajo las órdenes de Obregón. En 1917 fue elegido diputado federal. Derrocado y asesinado Carranza en 1920, regresó a Guerra y Marina como subsecretario y, ya con Obregón en la Presidencia, se hizo cargo de la dependencia durante la mayor parte del cuatrienio.

Obregón y Serrano no eran sólo amigos y colaboradores, sino concuños. Lamberto, hermano de aquél, estaba casado con Amalia, hermana de éste.

En sus memorias, el expresidente Adolfo de la Huerta relata que Obregón comenzó a desconfiar de Serrano cuando éste participó en los acuerdos para lograr la pacificación de Pancho Villa, encabezados por De la Huerta y apoyados por dos de los principales generales revolucionarios, Benjamín Hill y Plutarco Elías Calles. A regañadientes, Obregón debió aceptar esos acuerdos celebrados con quien había sido su principal rival en el campo de batalla.